miércoles, 15 de enero de 2014

LA VIDA MATRIMONIAL DE NUESTRAS ABUELAS*. Por Alonso Martos.


Dos abuelas de Overa.
Fuente:Overa Viva.
La soltería, en la sociedad agraria tradicional, además de estar mal vista, presentaba todo tipo de inconvenientes.
El hombre, educado para el trabajo fuera de casa, tenía las manos atadas para los quehaceres domésticos; no sabía ni "freír un huevo frito". Necesitaba “una mujer de su casa”, que cocinara, lavara y cosiera la ropa, cuidara de los niños y ancianos...
La mujer, si no tenía "vocación de monja" - "esa llamada que venía de lo alto y a la que no se podía desobedecer" - debía echarse un novio que la llevara al altar. Un “ser más débil”, había de buscarse “un marido que la mantuviera” y la protegiera. Salvo en casos de extrema necesidad, "no estaba bien que realizara trabajos de hombre”.

Además, una “solterona” era una fracasada, una desgraciada que no había tenido suerte con los hombres. Se le señalaba como una “persona rara” y se hacían toda clase de conjeturas sobre su soltería. Las salidas de una mujer soltera estaban restringidas a la iglesia y poco más; no en vano se había quedado para "vestir santos". La consideración social de la casada - toda una señora – era superior a la de soltera.

De ahí que, para salir del apuro de la soltería, la mujer recurriera a los servicios de las casamenteras. Solían ser mujeres casadas, maduras y conocedoras de la comunidad; eran esas intermediarias que hilvanaban contactos para procurar que nadie se quedara sin pareja. Y, en última instancia, siempre estaría San Antonio - el santo casamentero por excelencia -  quien podría sacar del atolladero  y conceder un novio a la moza que le dirigiera sus plegarias.

Se pensaba, por tanto, que el destino “natural” del hombre y la mujer era el matrimonio. Concebido para durar “hasta que la muerte los separara”, el enlace matrimonial ofrecía estabilidad, seguridad, cotidianidad y el mutuo consentimiento de los cónyuges de compartir su vida.

En la vida matrimonial, el hombre y la mujer ocupaban espacios diferentes y también desempeñaban papeles distintos : "Como son los hombres para lo público, así las mujeres para el encerramiento; y como es de los hombres el hablar y el salir a la luz, así dellas el encerrarse y encubrirse”.(1)
 
El lugar del hombre será el espacio público y el trabajo fuera de casa; el de la mujer, el espacio privado y el doméstico.

El marido realizará las labores inherentes a la agricultura y  a la ganadería y se encargará de los negocios públicos. Asistirá a las ferias de ganado a comprar o vender animales y si de regreso se detenía en la taberna o ventorrillo a tomar unos vasos de vino, no había nada que objetar: ¡Es un hombre!
 
Por el contrario, esto no estaba bien visto que lo pudiera hacer la esposa. Es en el hogar donde tendrá que manifestarse discreta, hacendosa y ahorradora; madre y maestra de sus hijos, depositaria y transmisora de los saberes artesanales, necesarios para la economía familiar.

Familia campesina,1910. Fuente: 20 minutos.es

Ahora bien, en el caso de la mujer campesina, también tendrá que trabajar fuera de casa para complementar y aumentar los ingresos del esposo. Había trabajos reservados para ellas: la mujer ayudaba a sembrar, trillar, desperfollar, etc; sus manos eran imprescindibles en la recolección, en el almacenamiento y la conservación de alimentos (secar pimientos, tomates...), en el cuidado de los animales (echar de comer a las gallinas, a los conejos ...) y cuando parecía que todo había acabado, se sentará a remendar calcetines o a coser alguna ropa; ese será su “programa televisivo de distracción y relax”... Y es que para nuestras abuelas, los días tenían más de veinticuatro horas. De otra manera no se puede entender que tuviesen tiempo para buscar la leña, el agua, cocinar, lavar en el río o en la acequia, hacer el pan...
 
Añádase que a este mal tiempo había de ponerle buena cara ya que, además, la casada debía ser el solaz del guerrero porque "como él está obligado a llevar las pesadumbres de fuera, así ella le debe sufrir y solazar cuando viene a su casa"(2). Había de ser, pues, causa de alegría y descanso.

La mujer, que antes era tutelada por el padre, ahora lo es por el marido; depende económicamente de él, carece de libertad y autonomía y es incapaz para algunos actos jurídicos. "El estado de la mujer en comparación del marido es estado humilde". (3) . En la ceremonia eclesiástica, el día de la boda se habrá leído en la iglesia una de las epístolas paulinas, donde queda bien claro que la mujer estará sometida al marido. Habrá de aguantar lo que venga, dada su condición de sometimiento y sumisión al esposo. Todavía es frecuente oír a personas de avanzada edad afirmar que, ante determinados problemas conyugales, la mujer “debe resignarse”: "es que la gente de hoy no aguanta nada y por eso se rompen tantos matrimonios". Esta visión queda condensada y sintetizada en un viejo refrán que dice así:
 
- "Madre, ¿qué es casar?
   - Hija: hilar, parir y llorar".
 
La escritora almeriense, Carmen de Burgos, nos describe la percepción del amor conyugal que tenía la mujer campesina: "Ella se creía con derecho a ser amada porque era su mujer propia, como manda el Señor, y porque nadie podía ganarle a hacendosa y madruguera, su casita estaba siempre limpia como una patena, las camisas de su marido se las podía poner el mismo Obispo. De su fogón salían los olores de los guisos más apetitosos que pueden adular un paladar regalón y sus tablas de pan llamaban la atención en el horno. Si su marido trabajaba, ella sabía hacer de una peseta, dos, y que le luciera el dinero; por eso él llevaba la faja siempre repleta de duros". (4)
Por último, el matrimonio debía cumplir la función que, principalmente, lo justificaba: tener descendencia ("Tener hijos para el cielo"). En su función animal de reproductora, los continuos embarazos, partos y tiempos de crianza ocupaban parte de la vida de la mujer. Muchas morían en el parto debido a las infecciones por la mala higiene y a la deficiente atención sanitaria. También la mortalidad infantil era muy elevada, por lo que había que tener muchos hijos para asegurar que quedaran los que requería la unidad familiar.
 
Los retoños no sólo habían de venir como fruto del amor, sino, también, de la necesidad de mano de obra y para cuidar a los padres en la vejez. 
 
Niña echando de comer a las gallinas.Principios del siglo XX.
(Foto de D. Pedro Román Martínez).
Tampoco los niños se libraban de las tareas agrícolas y ganaderas. Desde muy temprana edad - siete u ocho años -  ayudaban a cuidar el ganado u otros menesteres a los que sus fuerzas pudieran hacer frente. Echarían una mano en casa, cuidarían de los hermanos menores...

Y si quedaba tiempo y había escuela, estos asistirían a la misma, generalmente por la noche, para aprender a leer, escribir y las cuatro reglas.

En el seno familiar, serían educados en los valores de esa cerrada sociedad rural; la mayoría seguiría los pasos de sus padres y la ruleta de la vida continuaría su curso.
 
Quiero concluir reconociendo que nuestras abuelas eran los pilares en los que se apoyaba la estructura social del mundo rural tradicional. Antonio Gaudí  supo simbolizarlo muy bien  en una de las columnatas que sostienen los pasadizos del Parque Güell de Barcelona. Allí encontramos la representación de la que sostiene y da vida al mundo: una columna en forma de mujer.
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(*)Nota: Este trabajo se circunscribe al mundo rural de la primera mitad del siglo XX.
(1) Fray Luis de León: La Perfecta Casada.
(2) Fray Luis de León, O.C.
(3) Fray Luis de León, O.C.
(4) Carmen de Burgos (Colombine): Venganza. 
 

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