lunes, 29 de abril de 2013

EL AMOR, visto por Quevedo y Lope de Vega.

 

 

Definiendo el amor


Es hielo abrasador, es fuego helado, 
es herida, que duele y no se siente, 
es un soñado bien, un mal presente, 
es un breve descanso muy cansado. 


Es un descuido, que nos da cuidado,  
un cobarde, con nombre de valiente, 
un andar solitario entre la gente, 
un amar solamente ser amado.

 
 Es una libertad encarcelada, 
que dura hasta el postrero parasismo,  
enfermedad que crece si es curada.


Este es el niño Amor, este es tu abismo: 
¡mirad cuál amistad tendrá con nada, 
el que en todo es contrario de sí mismo! (QUEVEDO) 



 
Contrarios en el amante.

 
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;


no hallar fuera del bien, centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso

huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño


creer que un cielo en un infierno cabe
dar la vida y el alma a un desengaño,
Esto es Amor; quien lo probó, lo sabe.
(LOPE DE VEGA))






lunes, 22 de abril de 2013

CARTA A UNA MAESTRA. Por Fernando Savater*

Permíteme, querida amiga, que inicie este libro dirigiéndome a ti para rendirte tributo de admiración y para encomendarte el destino de estas páginas. Te llamo «amiga» y bien puedes ser desde luego «amigo», pues a todos y cada uno de los maestros me refiero: pero optar por el femenino en esta ocasión es algo más que hacer un guiño a lo políticamente correcto. Primero, porque en este país la enseñanza elemental suele estar mayoritariamente a cargo del sexo femenino (al menos tal es mi impresión: humillo la cerviz si las estadísticas me desmienten); segundo, por una razón íntima que queda aclarada suficientemente con la dedicatoria de la obra  (A mi madre, mi primera maestra) y que quizá subyace, como ofrenda de amor, al propósito mismo de escribirla.
En lo tocante a la admiración, tampoco hay pretensión de halago oportunista. Vaya por delante que tengo a maestras y maestros por el gremio más necesario, más esforzado y generoso, más civilizador de cuantos trabajamos para cubrir las demandas de un Estado democrático.
Entre los baremos básicos que pueden señalarse para calibrar el desarrollo humanista de una sociedad, el primero es a mi juicio el trato y la consideración que brinda a sus maestros (el segundo puede ser su sistema penitenciario, que tanto tiene que ver como reverso oscuro con el funcionamiento del anterior). En la España del pasado reciente, por ejemplo, los republicanos progresistas convirtieron a los maestros en protagonistas de la regeneración social que intentaban llevar a cabo, por lo que, consecuentemente, la represión franquista se cebó especialmente con ellos, diezmándolos, para luego imponer la aberrante mitología pseudoeducativa que ha reflejado con tanta gracia Andrés Sopeña en su libro El florido pensil.
Actualmente coexiste en este país —y creo que el fenómeno no es una exclusiva hispánica— el hábito de señalar la escuela como correctora necesaria de todos los vicios e insuficiencias culturales con la condescendiente minusvaloración del papel social de maestras y maestros. ¿Que se habla de la violencia juvenil, de la drogadicción, de la decadencia de la lectura, del retorno de actitudes racistas, etc.? Inmediatamente salta el diagnóstico que sitúa —desde luego no sin fundamento— en la escuela el campo de batalla oportuno para prevenir males que más tarde es ya dificilísimo erradicar.
Cualquiera diría por lo tanto que los encargados de esa primera enseñanza de tan radical importancia son los profesionales a cuya preparación se dedica más celo institucional, los mejor remunerados y aquellos que merecen la máxima audiencia en los medios de comunicación. Como bien sabemos, no es así. La opinión popular (paradójicamente sostenida por las mismas personas convencidas de que sin una buena escuela no puede haber más que una malísima sociedad) da por supuesto que a maestro no se dedica sino quien es incapaz de mayores designios, gente inepta para realizar una carrera universitaria completa y cuya posición socioeconómica ha de ser —¡así son las cosas, qué le vamos a hacer!— necesariamente ínfima. Incluso existe en España ese dicharacho aterrador de «pasar más hambre que un maestro de escuela»... En los talking-shows televisivos o en las tertulias radiofónicas rara vez se invita a un maestro: ¡para qué, pobrecillos! Y cuando se debaten presupuestos ministeriales, aunque de vez en cuando se habla retóricamente de dignificar el magisterio (un poco con cierto tonillo entre paternal y caritativo), las mayores inversiones se da por hecho que deben ser para la enseñanza superior. Claro, la enseñanza superior debe contar con más recursos que la enseñanza... ¿inferior?
Todo esto es un auténtico disparate. Quienes asumen que los maestros son algo así como «fracasados» deberían concluir entonces que la sociedad democrática en que vivimos es también un fracaso. Porque todos los demás que intentamos formar a los ciudadanos e ilustrarlos, cuantos apelamos al desarrollo de la investigación científica, la creación artística o el debate racional de las cuestiones públicas dependemos necesariamente del trabajo previo de los maestros. ¿Qué somos los catedráticos de universidad, los periodistas, los artistas y escritores, incluso los políticos conscientes, más que maestros de segunda que nada o muy poco podemos si no han realizado bien su tarea los primeros maestros, que deben prepararnos la clientela? Y ante todo tienen que prepararlos para que disfruten de la conquista cultural por excelencia, el sistema mismo de convivencia democrática, que debe ser algo más que un conjunto de estrategias electorales...
En el campo educativo —ésta es una de las convicciones que sustentan este libro— poco se habrá avanzado mientras la enseñanza básica no sea prioritaria en inversión de recursos, en atención institucional y también como centro del interés público. Hay que evitar el actual círculo vicioso, que lleva de la baja valoración de la tarea de los maestros a su ascética remuneración, de ésta a su escaso prestigio social y por tanto a que los docentes más capacitados huyan a niveles de enseñanza superior, lo que refuerza los prejuicios que desvalorizan el magisterio, etc. Es un tema demasiado serio para que lo abandonemos exclusivamente en manos de los políticos, que no se ocuparán de él si no lo suponen de interés urgente para su provecho electoral: también aquí la sociedad civil debe reclamar la iniciativa y convertir la escuela en «tema de moda» cuando llegue la hora de pergeñar programas colectivos de futuro. Es preciso convencer a los políticos de que sin una buena oferta escolar nunca lograrán el apoyo de los votantes. En caso contrario, nadie podrá quejarse y no queda más que resignarse a lo peor o despotricar en el vacío.
Por supuesto, también podemos confiar en que las individualidades bien dotadas se las arreglarán para superar sus deficiencias educativas, como siempre ha ocurrido. Está muy extendido cierto fatalismo que asume como un mal necesario que la enseñanza escolar —salvo en sus aspectos más servilmente instrumentales— fracasa siempre. En tal naufragio generalizado, cada cual sale a flote como puede. Un político amigo mío al que confié mi obsesión por la importancia de la formación en los primeros años se mostró escéptico: «a ti de pequeño te dieron una educación religiosa y ahora ya ves: ateo perdido; no creo que las intenciones de los educadores cuenten finalmente mucho y hasta pueden resultar contraproducentes». Este pesimismo educativo (complementado por la fe optimista en que quienes lo merezcan se salvarán de un modo u otro) trae en su apoyo aliados de lujo: ¿no fue el propio Freud quien aseguró en cierta ocasión que hay tres tareas imposibles: educar, gobernar y psicoanalizar? Sin embargo esta convicción no impidió a Freud preferir el imposible gobierno inglés al de la Alemania nazi ni le hizo renunciar a su tarea como psicoanalista e instructor de psicoanalistas.Al igual que todo empeño humano —y la educación es sin duda el más humano humanizador de todos, según luego veremos—, la tarea de educar tiene obvios límites y nunca cumple sino parte de sus mejores —¡o peores!— propósitos. Pero no creo que ello la convierta en una rutina superflua ni haga irrelevante su orientación ni el debate sobre los mejores métodos con que llevarla a cabo. Sin duda el esfuerzo por educar a nuestros hijos mejor de lo que nosotros fuimos educados encierra un punto paradójico, pues da por supuesto que nosotros —los deficientemente educados— seremos capaces de educar bien. Si el condicionamiento educativo es tan importante, nosotros los maleducados (por ejemplo los que crecimos y estudiamos las primeras letras bajo una dictadura) estamos ya condenados de por vida a perpetuar las tergiversaciones en las que nos hemos formado; y si hemos logrado escapar al destino ideológico que nuestros maestros pretendieron imponernos, ello puede indicar que después de todo la educación no es asunto tan importante como suelen suponer los conductistas pedagógicos.
Katharine Tait, en su delicioso libro My Father Bertrand Russell, señala que su ilustre progenitor estaba paradójicamente convencido por igual de la importancia de una buena educación para sus hijos y de que él personalmente no había sido irrevocablemente sellado por el rígido puritanismo de su formación infantil: «Puede que él pudiera pensar que el adecuado condicionamiento de los niños produciría el tipo de personas debido, pero ciertamente no se consideraba a sí mismo como el inevitable resultado de su propio condicionamiento.» Pues bien, creo necesario asumir resignadamente esta eventual contradicción para seguir adelante con este libro. En cualquier educación, por mala que sea, hay los suficientes aspectos positivos como para despertar en quien la ha recibido el deseo de hacerlo mejor con aquellos de los que luego será responsable. La educación no es una fatalidad irreversible y cualquiera puede reponerse de lo malo que había en la suya, pero ello no implica que se vuelva indiferente ante la de sus hijos, sino más bien todo lo contrario. Quizá de una buena educación no siempre deriven buenos resultados, lo mismo que un amor correspondido no siempre implica una vida feliz: pero nadie me convencerá de que por tanto la una y el otro no son preferibles a la doma oscurantista o a la frustración del cariño... 
Es cierto, sin embargo, que la educación parece haber estado perpetuamente en crisis en nuestro siglo, al menos si hemos de hacer caso a las insistentes voces de alarma que desde hace mucho nos previenen al respecto. Cuando ahora confiese, amiga mía, que este libro responde a mi preocupación por la crisis actual de la educación es probable que muchos se encojan de hombros: ese triste cuento ya lo hemos oído tantas veces... Aun así, creo que es posible señalar peculiaridades inquietantes en el estadio crítico que hoy atravesamos. Por decirlo con palabras de Juan Carlos Tedesco, cuyo libro El nuevo pacto educativo ha sido una de mis mejores ayudas a lo largo de estas páginas, la crisis de la educación ya no es lo que era: «No proviene de la deficiente forma en que la educación cumple con los objetivos sociales que tiene asignados, sino que, más grave aún, no sabemos qué finalidades debe cumplir y hacia dónde efectivamente orientar sus acciones.» En efecto, el problema educativo ya no puede reducirse sencillamente al fracaso de un puñado de alumnos, por numeroso que sea, ni tampoco a que la escuela no cumpla como es debido las nítidas misiones que la comunidad le encomienda, sino que adopta un perfil previo y más ominoso: el desdibujamiento o la contradicción de esas mismas demandas.
¿Debe la educación preparar aptos competidores en el mercado laboral o formar hombres completos? ¿Ha de potenciar la autonomía de cada individuo, a menudo crítica y disidente, o la cohesión social? ¿Debe desarrollar la originalidad innovadora o mantener la identidad tradicional del grupo? ¿Atenderá a la eficacia práctica o apostará por el riesgo creador? ¿Reproducirá el orden existente o instruirá a los rebeldes que pueden derrocarlo? ¿Mantendrá una escrupulosa neutralidad ante la pluralidad de opciones ideológicas, religiosas, sexuales y otras diferentes formas de vida (drogas, televisión, polimorfismo estético...) o se decantará por razonar lo preferible y proponer modelos de excelencia? ¿Pueden simultanearse todos estos objetivos o algunos de ellos resultan incompatibles? En este último caso, ¿cómo y quién debe decidir por cuáles optar? Y otras preguntas se abren, por debajo incluso de las anteriores hasta socavar sus cimientos: ¿hay obligación de educar a todo el mundo de igual modo o debe haber diferentes tipos de educación, según la clientela a la que se dirijan?, ¿es la obligación de educar un asunto público o más bien cuestión privada de cada cual?, ¿acaso existe obligación o tan siquiera posibilidad de educar a cualquiera, lo cual presupone que la capacidad de aprender es universal? Pero vamos a ver: ¿por qué ha de ser obligatorio educar? Etc., etc.
Cuando el número de preguntas y su radicalidad arrollan patentemente la fragilidad recelosa de las respuestas disponibles, quizá sea hora de acudir a la filosofía. No tanto por afán dogmático de poner pronto remedio al desconcierto sino para utilizar éste favor del pensamiento: hacernos intelectualmente dignos de nuestras perplejidades es la única vía para empezar a superarlas. Pero es que además el proyecto mismo de la filosofía no puede desligarse de la cuestión pedagógica. De vez en cuando, mis respetados maestros y colegas vuelven a plantearse la cuestión de cuál sea el gran tema de la filosofía actual: confieso que sus respuestas me dejan siempre notablemente insatisfecho. Que si el retorno de la religión, que si la crisis de los valores, que si los peligros de la técnica, que si el enfrentamiento entre individualismo y comunitarismo... cuestiones todas ellas muy adecuadas para ejercer el talento o para disimular altisonantemente la carencia de él. Sin embargo el tema de la educación, que engloba todos los anteriores y muchos otros (obligando además a que aterricen en el quehacer social), casi nunca lo oigo mencionar como asunto principal. Por lo visto es algo demasiado sectorial, demasiado especializado, demasiado funcional y modesto para suscitar la atención prioritaria de los grandes especuladores de hoy... aunque no lo fuese para muchos tampoco malos de los de ayer, como Montaigne, Locke, Rousseau, Kant o Bertrand Russell. Incluso hubo uno, John Dewey, que llegó a definir la filosofía como «teoría general de la educación», incurriendo quizá en una exageración pero no en un absurdo. En cualquier caso, mi opinión está más cerca de esa hipérbole que de otras declamaciones aparentemente sublimes que convierten a los filósofos en sacristanes o en auxiliares de laboratorio(...)

Dos últimas observaciones, la primera sobre el talante con que está concebido este libro y la segunda sobre su título. El talante o tono del libro, para empezar: supongo que será tachado, probablemente con cierto implícito reproche, de optimista. Respecto a casi todos mis libros se dice lo mismo, de modo que no imaginaré que éste —¡precisamente  éste!— vaya a constituir una excepción. En un capítulo de otra obra mía (Ética como amor propio) he explicado la actitud de pesimismo ilustrado que considero más cuerda y a la que los despistados suelen llamar «optimismo». Pero bueno, qué más da. En efecto, no soy amigo de convertir la reflexión en lamento. Mi actitud, nada original desde los estoicos, es contraria a la queja: si lo que nos ofende o preocupa es remediable debemos poner manos a la obra y si no lo es resulta ocioso deplorarlo, porque este mundo carece de libro de reclamaciones. Por otra parte, estoy convencido de que tanto en nuestra época como en cualquier otra sobran argumentos para considerarnos igualmente lejos del paraíso e igualmente cerca del infierno. Ya sé que es intelectualmente prestigioso denunciar la presencia siempre abrumadora de los males de este mundo pero yo prefiero elucidar los bienes difíciles como si pronto fueran a ser menos escasos: es una forma de empezar a merecerlos y quizá a conseguirlos...
En el caso de un libro sobre la tarea de educar, empero, el optimismo me parece de rigor: es decir, creo que es la única actitud rigurosa. Veamos: tú misma, amiga maestra, y yo que también soy profesor y cualquier otro docente podemos ser ideológica o metafísicamente profundamente pesimistas. Podemos estar convencidos de la omnipotente maldad o de la triste estupidez del sistema, de la diabólica microfísica del poder, de la esterilidad a medio o largo plazo de todo esfuerzo humano y de que «nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir». En fin: lo que sea, siempre que sea descorazonador. Como individuos y como ciudadanos tenemos perfecto derecho a verlo todo del color característico de la mayor parte de las hormigas y de gran número de teléfonos antiguos, es decir, muy negro. Pero en cuanto educadores no nos queda más remedio que ser optimistas, ¡ay! Y es que la enseñanza presupone el optimismo tal como la natación exige un medio líquido para ejercitarse. Quien no quiera mojarse, debe abandonar la natación; quien sienta repugnancia ante el optimismo, que deje la enseñanza y que no pretenda pensar en qué consiste la educación. Porque educar es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de aprender y en el deseo de saber que la anima, en que hay cosas (símbolos, técnicas, valores, memorias, hechos...) que pueden ser sabidos y que merecen serlo, en que los hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento. De todas estas creencias optimistas puede uno muy bien descreer en privado, pero en cuanto intenta educar o entender en qué consiste la educación no queda más remedio que aceptarlas. Con verdadero pesimismo puede escribirse contra la educación, pero el optimismo es imprescindible para estudiarla... y para ejercerla. Los pesimistas pueden ser buenos domadores pero no buenos maestros.
Y aquí está la explicación también del título de mi libro. Hablaré del valor de educar en el doble sentido de la palabra «valor»: quiero decir que la educación es valiosa y válida, pero también que es un acto de coraje, un paso al frente de la valentía humana. Cobardes o recelosos, abstenerse. Lo malo es que todos tenemos miedos y recelos, sentimos desánimo e impotencia y por eso la profesión de maestro —en el más amplio sentido del noble término, en el más humilde también— es la tarea más sujeta a quiebras psicológicas, a depresiones, a desalentada fatiga acompañada por la sensación de sufrir abandono en una sociedad exigente pero desorientada. De ahí nuevamente mi admiración por vosotras y vosotros, amiga mía. Y mi preocupación por lo que os  nos— debilita y desconcierta. Las páginas que siguen no pretenden más que acompañar a quienes se lanzan valientemente a este mar perplejo de la enseñanza y también suscitar en el resto de la ciudadanía el necesario debate que a todos pueda ayudarnos.
(*) Fernando Savater : El valor de educar.

miércoles, 10 de abril de 2013

EL ABC DEL MATRIMONIO EN EL SIGLO XVII. Según Lope de Vega.



"PERIBÁÑEZ Y EL COMENDADOR DE OCAÑA".
(Lope de Vega).

CASlLDA: 

¿Qué ha de tener para buena
una mujer?

PERIBÁÑEZ:

Amar y honrar su marido
es letra de este abecé,
siendo buena por la B,
que es todo el bien que te pido.
Haráte cuerda la C,
la D dulce, y entendida
la E, y la F en la vida
firme, fuerte y de gran fe.
La G grave, y para honrada
la H, que con la I
te hará ilustre, si de ti
queda mi casa ilustrada.
Limpia serás por la L,
y por la M maestra
de tus hijos, cual lo muestra
quien de sus vicios se duele.
La N te enseña un no
a solicitudes locas,
que éste no, que aprenden pocas,
está en la N y la O.
La P te hará pensativa,
la Q bien quista, la R
con tal razón que destierre
toda locura excesiva.
Soícita te ha de hacer
de mi regalo la S,
la T tal que no pudiese
hallarse mejor mujer.
La V te hará verdadera,
la X buena cristiana,
letra que en la vida humana
has de aprender la primera.
Por la Z has de guardarte
de ser zelosa, que es cosa
que nuestra paz amorosa
puede, Casilda, quitarte.


Aprende este canto llano,
que con aquesta cartilla,
tú serás flor de la villa,
y yo el más noble villano.

CASILDA:

Estudiaré, por servirte,
las letras de ese abecé;
pero dime si podré
otro, mi Pedro, decirte,
si no es acaso licencia.

PERIBÁÑEZ:

Antes yo me huelgo. Di,
que quiero aprender de ti.

 CASILDA: 

Pues escucha, y ten paciencia.
La primera letra es A,
que altanero no has de ser;
por la B no me has de hacer
burla para siempre ya.
La C te hará compañero
en mis trabajos; la D
dadivoso, por la fe
con que regalarte espero.
La F de fácil trato,
la G galán para mí,
la H honesto, y la I
sin pensamiento de ingrato.
Por la L liberal,
y por la M el mejor
marido que tuvo amor,
porque es el mayor caudal.
Por la N no serás
necio, que es fuerte castigo;
por la O sólo conmigo
todas las horas tendrás.
Por la P me has de hacer obras
de padre; porque quererme
por la Q, será ponerme
en la obligación que cobras.
Por la R regalarme,
y por la S servirme,
por la T tenerte firme,
por la V verdad tratarme,
por la X con abiertos
 brazos imitarla ansí,
Abrázale
y como estamos aquí
estemos después de muertos.

PERIBÁÑEZ:

Yo me ofrezco, prenda mía,
a saber este abecé.(...)


martes, 2 de abril de 2013

IGNORANCIA Y DESPRECIO DEL SABER. Según M. J. de Larra.


¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?(*)
 
 

Terrible y triste cosa me parece escribir lo que no ha de ser leído; empero más ardua cosa se me figura a mí, inocente que soy, leer lo que no se ha escrito.
¡Mal haya, amén, quien inventó el escribir! Dale con la civilización, y vuelta con la ilustración. (…)
¡Oh ingenios limpios los que nada tienen que enseñar! ¡Oh entendimientos claros los que nada tienen que aprender! ¡Oh felices aquellos, y mil veces felices, que o todo se lo saben ya, o todo se lo quieren ignorar todavía! (…)
Los hombres que no supieron, y los hombres que saben, todos son hombres (…). Convencidos sin duda de esta importante verdad, puesto que los mismos hemos de ser, ni nos cansamos en leer, ni nos molestamos en escribir en este buen país en que vivimos.
¡Oh felicidad la de haber penetrado la inutilidad del aprender y del saber!
Mira aquel librero ricachón que cerca de tu casa tienes. Llégate a él y dile:
  • ¿Por qué no emprende usted una obra de importancia? ¿Por qué no paga bien a los literatos para que le vendan sus manuscritos?
  • ¡Ay, señor! - te responderá-. Ni hay literatos, ni manuscritos, ni quien los lea (…)
  • Pero ¿no se vende?
  • ¿Vender? Ni un libro: ni regalados los quiere nadie;(...). ¡Si fueran billetes para la ópera o los toros...!
¿Conoce usted a aquel señorito que gasta su caudal en tiros y carruajes (…) Mil reales gasta al día, dos mil logra de renta: ni un solo libro tiene, ni lo compra, ni lo quiere. (…)
Lucidos quedamos (…) La mitad de la gente no lee porque la otra mitad no escribe, y ésta no escribe porque aquella no lee.
Y ya ves tú que por eso a los batuecos ni nos falta salud ni buen humor, prueba evidente de que entrambas cosas ninguna falta nos hacen para ser felices. Aquí pensamos como cierta señora, que viendo llorar a una parienta suya porque no podía mantener a su hijo en un colegio, le dijo:
- Calla tonta, mi hijo no ha estado en ningún colegio y, a Dios gracias, bien gordo se cría y bien robusto.
Y para confirmación de esto mismo, un diálogo quiero referirte que con cuatro batuecos de éstos tuve no ha mucho, en que todos vinieron a contestarme en sustancia una misma cosa, concluyendo cada uno a su tono y como quiera:

-Aprenda usted la lengua del país -les decía-. Coja usted la gramática.
-La parda es la que yo necesito -me interrumpió el más desembarazado, con aire zumbón y de chulo, fruta del país-: lo mismo es decir las cosas de un modo que de otro.
-Escriba usted la lengua con corrección.
-¡Monadas! ¿Qué más dará escribir vino con b que con v? ¿Si pasará por eso de ser vino?
-Cultive usted el latín.
-Yo no he de ser cura, ni tengo de decir misa.
-El griego.
-¿Para qué, si nadie me lo ha de entender?
-Dése usted a las matemáticas.
-Ya sé sumar y restar, que es todo lo que puedo necesitar para ajustar mis cuentas.
-Aprenda usted Física. Le enseñará a conocer los fenómenos de la Naturaleza.
-¿Quiere usted todavía más fenómenos que los que está uno viendo todos los días?
-Historia natural. La botánica le enseñará el conocimiento de las plantas.
-¿Tengo yo cara de herbolario? Las que son de comer, guisadas me las han de dar.
    -La zoología le enseñará a conocer los animales y sus...
¡Ay! ¡Si viera usted cuántos animales conozco ya!
    -La mineralogía le enseñará el conocimiento de los metales, de los...
-Mientras no me enseñe dónde tengo de encontrar una mina, no hacemos nada.
-Estudie usted la geografía.
-Ande usted, que si el día de mañana tengo que hacer un viaje, dinero es lo que necesito, y no geografía; ya sabrá el postillón el camino, que ésa es su obligación, y dónde está el pueblo a donde voy.
-Lenguas.
-No estudio para intérprete: si voy al extranjero, en llevando dinero ya me entenderán, que esa es la lengua universal.
-Humanidades, bellas letras...
-¿Letras?, de cambio: todo lo demás es broma.
-Siquiera un poco de retórica y poesía.
-Sí, sí, véngame usted con coplas; ¡para retórica estoy yo! Y si por las comedias lo dice usted, yo no  las tengo de hacer: traduciditas del francés me las han de dar en el teatro.
-La historia.
-Demasiadas historias tengo yo en la cabeza.
-Sabrá usted lo que han hecho los hombres...
-¡Calle usted por Dios! ¿Quién le ha dicho a usted que cuentan las historias una sola palabra de verdad? ¡Es bueno que no sabe uno lo que pasa en casa...!
 
Y por último concluyeron:
-Mire usted -dijo el uno-, déjeme usted de quebraderos de cabeza; mayorazgo soy, y el saber es para los hombres que no tienen sobre qué caerse muertos.
-Mire usted -dijo otro-, mi tío es general, y ya tengo una charretera a los quince años; otra vendrá con el tiempo, y algo más, sin necesidad de quemarme las cejas; para llevar el chafarote al lado y lucir la casaca no se necesita mucha ciencia.
-Mire usted -dijo el tercero-, en mi familia nadie ha estudiado, porque las gentes de la sangre azul no han de ser médicos ni abogados, ni han de trabajar como la canalla... Si me quiere usted decir que don Fulano se granjeó un gran empleo por su ciencia y su saber, ¡buen provecho! ¿Quién será él cuando ha estudiado? Yo no quiero degradarme.
-Mire usted -concluyó el último-, verdad es que yo no tengo grandes riquezas, pero tengo tal cual letra; ya he logrado meter la cabeza en rentas por empeños de mi madre; un amigo nunca me ha de faltar, ni un empleíllo de mala muerte; y para ser oficinista no es preciso ser ningún catedrático de Alcalá ni de Salamanca.(...)
 
De estas poderosas razones trae su origen el no estudiar, del no estudiar nace el no saber, y del no saber es secuela indispensable ese hastío y ese tedio que a los libros tenemos, que tanto redunda en honra y provecho, y sobre todo en descanso de la patria. (...)
 
No es aquí, en fin, profesión el escribir, ni afición el leer; ambas cosas son pasatiempo de gente vaga y mal entretenida: que no puede ser hombre de provecho quien no es por lo menos tonto y mayorazgo.(...)


(*) Mariano José de Larra: Artículos de Costumbres. (Carta a Andrés, escrita desde las Batuecas por <<El Pobrecito Hablador>>. Primer tercio del siglo XIX).