Permíteme,
querida amiga, que inicie este libro dirigiéndome a ti para rendirte tributo
de admiración y para encomendarte el destino de estas páginas. Te
llamo «amiga»
y bien puedes ser desde luego «amigo», pues a todos y cada uno de
los maestros
me refiero: pero optar por el femenino en esta ocasión es algo más
que hacer un
guiño a lo políticamente correcto. Primero, porque en este país la
enseñanza elemental
suele estar mayoritariamente a cargo del sexo femenino (al menos tal
es mi impresión:
humillo la cerviz si las estadísticas me desmienten); segundo, por
una razón íntima
que queda aclarada suficientemente con la dedicatoria de la obra (A mi madre, mi primera maestra) y
que quizá subyace,
como ofrenda de amor, al propósito mismo de escribirla.
En
lo tocante a la admiración, tampoco hay pretensión de halago
oportunista. Vaya por
delante que tengo a maestras y maestros por el gremio más necesario,
más esforzado y
generoso, más civilizador de cuantos trabajamos para cubrir
las demandas de un Estado
democrático.
Entre
los baremos básicos que pueden señalarse para calibrar el
desarrollo humanista
de una sociedad, el primero es a mi juicio el trato y la
consideración que brinda
a sus maestros (el segundo puede ser su sistema penitenciario, que
tanto tiene que
ver como reverso oscuro con el funcionamiento del anterior). En la
España del pasado
reciente, por ejemplo, los republicanos progresistas convirtieron a
los maestros en
protagonistas de la regeneración social que intentaban llevar a
cabo, por lo que, consecuentemente,
la represión franquista se cebó especialmente con ellos, diezmándolos,
para luego imponer la aberrante mitología pseudoeducativa que ha reflejado
con tanta gracia Andrés Sopeña en su libro El florido pensil.
Actualmente
coexiste en este país —y creo que el fenómeno no es una exclusiva hispánica—
el hábito de señalar la escuela como correctora necesaria de todos
los vicios e
insuficiencias culturales con la condescendiente minusvaloración del
papel social de maestras
y maestros. ¿Que se habla de la violencia juvenil, de la
drogadicción, de la decadencia
de la lectura, del retorno de actitudes racistas, etc.?
Inmediatamente salta el diagnóstico
que sitúa —desde luego no sin fundamento— en la escuela el campo
de batalla
oportuno para prevenir males que más tarde es ya dificilísimo
erradicar.
Cualquiera
diría por lo tanto que los encargados de esa primera enseñanza de
tan radical importancia
son los profesionales a cuya preparación se dedica más celo
institucional, los
mejor remunerados y aquellos que merecen la máxima audiencia en los
medios de comunicación.
Como bien sabemos, no es así. La opinión popular (paradójicamente sostenida
por las mismas personas convencidas de que sin una buena escuela no
puede haber
más que una malísima sociedad) da por supuesto que a maestro no se
dedica sino quien
es incapaz de mayores designios, gente inepta para realizar una
carrera universitaria completa y cuya posición socioeconómica ha de
ser —¡así son las cosas, qué
le vamos a hacer!— necesariamente ínfima. Incluso existe en España
ese dicharacho
aterrador de «pasar más hambre que un maestro de escuela»... En
los talking-shows
televisivos o en las tertulias radiofónicas rara vez se invita a
un maestro: ¡para
qué, pobrecillos! Y cuando se debaten presupuestos ministeriales,
aunque de vez en
cuando se habla retóricamente de dignificar el magisterio (un
poco con cierto tonillo entre
paternal y caritativo), las mayores inversiones se da por hecho que
deben ser para la
enseñanza superior. Claro, la enseñanza superior debe contar con
más recursos que la enseñanza...
¿inferior?
Todo
esto es un auténtico disparate. Quienes asumen que los maestros son
algo así como
«fracasados» deberían concluir entonces que la sociedad
democrática en que vivimos
es también un fracaso. Porque todos los demás que intentamos formar
a los ciudadanos
e ilustrarlos, cuantos apelamos al desarrollo de la investigación
científica, la creación
artística o el debate racional de las cuestiones públicas
dependemos necesariamente
del trabajo previo de los maestros. ¿Qué somos los catedráticos de universidad,
los periodistas, los artistas y escritores, incluso los políticos
conscientes, más
que maestros de segunda que nada o muy poco podemos si no han
realizado bien su
tarea los primeros maestros, que deben prepararnos la clientela? Y
ante todo tienen que
prepararlos para que disfruten de la conquista cultural por
excelencia, el sistema mismo
de convivencia democrática, que debe ser algo más que un conjunto
de estrategias
electorales...
En
el campo educativo —ésta es una de las convicciones que sustentan
este libro— poco
se habrá avanzado mientras la enseñanza básica no sea prioritaria
en inversión de recursos,
en atención institucional y también como centro del interés
público. Hay que evitar
el actual círculo vicioso, que lleva de la baja valoración de la
tarea de los maestros
a su ascética remuneración, de ésta a su escaso prestigio social y
por tanto a que
los docentes más capacitados huyan a niveles de enseñanza superior,
lo que refuerza los
prejuicios que desvalorizan el magisterio, etc. Es un tema demasiado
serio para que lo
abandonemos exclusivamente en manos de los políticos, que no se
ocuparán de él si no
lo suponen de interés urgente para su provecho electoral: también
aquí la sociedad civil
debe reclamar la iniciativa y convertir la escuela en «tema de moda»
cuando llegue la
hora de pergeñar programas colectivos de futuro. Es preciso
convencer a los políticos de
que sin una buena oferta escolar nunca lograrán el apoyo de los
votantes. En caso contrario,
nadie podrá quejarse y no queda más que resignarse a lo peor o
despotricar en el
vacío.
Por
supuesto, también podemos confiar en que las individualidades bien
dotadas se las
arreglarán para superar sus deficiencias educativas, como siempre ha
ocurrido. Está muy
extendido cierto fatalismo que asume como un mal necesario que la
enseñanza escolar
—salvo en sus aspectos más servilmente instrumentales— fracasa
siempre. En tal
naufragio generalizado, cada cual sale a flote como puede. Un
político amigo mío al que
confié mi obsesión por la importancia de la formación en los
primeros años se mostró
escéptico: «a ti de pequeño te dieron una educación religiosa y
ahora ya ves: ateo
perdido; no creo que las intenciones de los educadores cuenten
finalmente mucho y hasta
pueden resultar contraproducentes». Este pesimismo educativo
(complementado por
la fe optimista en que quienes lo merezcan se salvarán de un modo u
otro) trae en su apoyo
aliados de lujo: ¿no fue el propio Freud quien aseguró en cierta
ocasión que hay tres
tareas imposibles: educar, gobernar y psicoanalizar? Sin embargo esta
convicción no
impidió a Freud preferir el imposible gobierno inglés al de la
Alemania nazi ni le hizo
renunciar a su tarea como psicoanalista e instructor de
psicoanalistas.Al igual que todo empeño humano —y la educación es
sin duda el más humano y humanizador
de todos, según luego veremos—, la tarea de educar tiene obvios
límites y nunca
cumple sino parte de sus mejores —¡o peores!— propósitos. Pero
no creo que ello
la convierta en una rutina superflua ni haga irrelevante su
orientación ni el debate sobre
los mejores métodos con que llevarla a cabo. Sin duda el esfuerzo
por educar a nuestros
hijos mejor de lo que nosotros fuimos educados encierra un punto
paradójico, pues
da por supuesto que nosotros —los deficientemente educados—
seremos capaces de
educar bien. Si el condicionamiento educativo es tan importante,
nosotros los maleducados
(por ejemplo los que crecimos y estudiamos las primeras letras bajo
una dictadura)
estamos ya condenados de por vida a perpetuar las tergiversaciones en
las que
nos hemos formado; y si hemos logrado escapar al destino ideológico
que nuestros maestros
pretendieron imponernos, ello puede indicar que después de todo la
educación no
es asunto tan importante como suelen suponer los conductistas
pedagógicos.
Katharine
Tait, en su delicioso libro My Father Bertrand Russell, señala
que su ilustre progenitor
estaba paradójicamente convencido por igual de la importancia de una
buena educación
para sus hijos y de que él personalmente no había sido
irrevocablemente sellado
por el rígido puritanismo de su formación infantil: «Puede que él
pudiera pensar que
el adecuado condicionamiento de los niños produciría el tipo de
personas debido, pero
ciertamente no se consideraba a sí mismo como el inevitable
resultado de su propio condicionamiento.»
Pues bien, creo necesario asumir resignadamente esta eventual contradicción
para seguir adelante con este libro. En cualquier educación, por
mala que sea,
hay los suficientes aspectos positivos como para despertar en quien
la ha recibido el deseo
de hacerlo mejor con aquellos de los que luego será responsable. La
educación no es
una fatalidad irreversible y cualquiera puede reponerse de lo malo
que había en la suya,
pero ello no implica que se vuelva indiferente ante la de sus hijos,
sino más bien todo
lo contrario. Quizá de una buena educación no siempre deriven
buenos resultados, lo
mismo que un amor correspondido no siempre implica una vida feliz:
pero nadie me convencerá
de que por tanto la una y el otro no son preferibles a la doma
oscurantista o a
la frustración del cariño...
Es
cierto, sin embargo, que la educación parece haber estado perpetuamente en crisis
en nuestro siglo, al menos si hemos de hacer caso a las insistentes
voces de alarma que
desde hace mucho nos previenen al respecto. Cuando ahora confiese,
amiga mía, que
este libro responde a mi preocupación por la crisis actual de la
educación es probable
que muchos se encojan de hombros: ese triste cuento ya lo hemos oído
tantas veces...
Aun así, creo que es posible señalar peculiaridades inquietantes en
el estadio crítico
que hoy atravesamos. Por decirlo con palabras de Juan Carlos Tedesco,
cuyo libro
El nuevo pacto educativo ha sido una de mis mejores ayudas a
lo largo de estas páginas,
la crisis de la educación ya no es lo que era: «No proviene de la
deficiente forma
en que la educación cumple con los objetivos sociales que tiene
asignados, sino que,
más grave aún, no sabemos qué finalidades debe cumplir y hacia
dónde efectivamente
orientar sus acciones.» En efecto, el problema educativo ya no puede reducirse
sencillamente al fracaso de un puñado de alumnos, por numeroso que
sea, ni tampoco
a que la escuela no cumpla como es debido las nítidas misiones que
la comunidad
le encomienda, sino que adopta un perfil previo y más ominoso: el desdibujamiento
o la contradicción de esas mismas demandas.
¿Debe
la educación preparar aptos competidores en el mercado laboral o
formar hombres
completos? ¿Ha de potenciar la autonomía de cada individuo, a
menudo crítica y
disidente, o la cohesión social? ¿Debe desarrollar la originalidad
innovadora o mantener
la identidad tradicional del grupo? ¿Atenderá a la eficacia
práctica o apostará por
el riesgo creador? ¿Reproducirá el orden existente o instruirá a
los rebeldes que pueden derrocarlo? ¿Mantendrá una escrupulosa
neutralidad ante la pluralidad de opciones
ideológicas, religiosas, sexuales y otras diferentes formas de vida
(drogas, televisión,
polimorfismo estético...) o se decantará por razonar lo preferible
y proponer modelos
de excelencia? ¿Pueden simultanearse todos estos objetivos o algunos
de ellos resultan
incompatibles? En este último caso, ¿cómo y quién debe decidir
por cuáles optar?
Y otras preguntas se abren, por debajo incluso de las anteriores
hasta socavar sus cimientos:
¿hay obligación de educar a todo el mundo de igual modo o debe
haber diferentes
tipos de educación, según la clientela a la que se dirijan?, ¿es
la obligación de educar
un asunto público o más bien cuestión privada de cada cual?,
¿acaso existe obligación
o tan siquiera posibilidad de educar a cualquiera, lo cual presupone
que la capacidad
de aprender es universal? Pero vamos a ver: ¿por qué ha de ser
obligatorio educar?
Etc., etc.
Cuando
el número de preguntas y su radicalidad arrollan patentemente la
fragilidad recelosa
de las respuestas disponibles, quizá sea hora de acudir a la
filosofía. No tanto por
afán dogmático de poner pronto remedio al desconcierto sino para
utilizar éste a favor
del pensamiento: hacernos intelectualmente dignos de nuestras
perplejidades es la única
vía para empezar a superarlas. Pero es que además el proyecto mismo
de la filosofía
no puede desligarse de la cuestión pedagógica. De vez en cuando,
mis respetados
maestros y colegas vuelven a plantearse la cuestión de cuál sea el
gran tema de
la filosofía actual: confieso que sus respuestas me dejan siempre
notablemente insatisfecho.
Que si el retorno de la religión, que si la crisis de los valores,
que si los peligros
de la técnica, que si el enfrentamiento entre individualismo y
comunitarismo... cuestiones
todas ellas muy adecuadas para ejercer el talento o para disimular altisonantemente
la carencia de él. Sin embargo el tema de la educación, que engloba todos
los anteriores y muchos otros (obligando además a que aterricen
en el quehacer social),
casi nunca lo oigo mencionar como asunto principal. Por lo visto es
algo demasiado
sectorial, demasiado especializado, demasiado funcional y modesto
para suscitar
la atención prioritaria de los grandes especuladores de hoy...
aunque no lo fuese para
muchos tampoco malos de los de ayer, como Montaigne, Locke, Rousseau,
Kant o Bertrand
Russell. Incluso hubo uno, John Dewey, que llegó a definir la
filosofía como «teoría
general de la educación», incurriendo quizá en una exageración
pero no en un absurdo.
En cualquier caso, mi opinión está más cerca de esa hipérbole que
de otras declamaciones
aparentemente sublimes que convierten a los filósofos en sacristanes
o en
auxiliares de laboratorio(...)
Dos
últimas observaciones, la primera sobre el talante con que está
concebido este libro
y la segunda sobre su título. El talante o tono del libro, para
empezar: supongo que será
tachado, probablemente con cierto implícito reproche, de optimista.
Respecto a casi todos
mis libros se dice lo mismo, de modo que no imaginaré que éste
—¡precisamente éste!—
vaya a constituir una excepción. En un capítulo de otra obra mía
(Ética como amor
propio) he explicado la actitud de pesimismo ilustrado que
considero más cuerda y
a la que los despistados suelen llamar «optimismo». Pero bueno, qué
más da. En efecto,
no soy amigo de convertir la reflexión en lamento. Mi actitud, nada
original desde
los estoicos, es contraria a la queja: si lo que nos ofende o
preocupa es remediable debemos
poner manos a la obra y si no lo es resulta ocioso deplorarlo, porque
este mundo
carece de libro de reclamaciones. Por otra parte, estoy convencido de
que tanto en
nuestra época como en cualquier otra sobran argumentos para
considerarnos igualmente
lejos del paraíso e igualmente cerca del infierno. Ya sé que es intelectualmente
prestigioso denunciar la presencia siempre abrumadora de los males de este
mundo pero yo prefiero elucidar los bienes difíciles como si pronto
fueran a ser menos
escasos: es una forma de empezar a merecerlos y quizá a
conseguirlos...
En
el caso de un libro sobre la tarea de educar, empero, el optimismo me
parece de rigor:
es decir, creo que es la única actitud rigurosa. Veamos: tú misma,
amiga maestra, y
yo que también soy profesor y cualquier otro docente podemos ser
ideológica o metafísicamente
profundamente pesimistas. Podemos estar convencidos de la omnipotente
maldad o de la triste estupidez del sistema, de la diabólica
microfísica del poder,
de la esterilidad a medio o largo plazo de todo esfuerzo humano y de
que «nuestras
vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir». En
fin: lo que sea, siempre
que sea descorazonador. Como individuos y como ciudadanos tenemos
perfecto derecho
a verlo todo del color característico de la mayor parte de las
hormigas y de gran número
de teléfonos antiguos, es decir, muy negro. Pero en cuanto
educadores no nos queda
más remedio que ser optimistas, ¡ay! Y es que la enseñanza
presupone el optimismo
tal como la natación exige un medio líquido para ejercitarse. Quien
no quiera mojarse,
debe abandonar la natación; quien sienta repugnancia ante el
optimismo, que deje la enseñanza y que no pretenda pensar en qué
consiste la educación. Porque educar es
creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de
aprender y en el deseo de
saber que la anima, en que hay cosas (símbolos, técnicas, valores,
memorias, hechos...)
que pueden ser sabidos y que merecen serlo, en que los hombres
podemos mejorarnos
unos a otros por medio del conocimiento. De todas estas creencias optimistas
puede uno muy bien descreer en privado, pero en cuanto intenta educar
o entender
en qué consiste la educación no queda más remedio que aceptarlas.
Con verdadero
pesimismo puede escribirse contra la educación, pero el optimismo es imprescindible
para estudiarla... y para ejercerla. Los pesimistas pueden ser buenos domadores
pero no buenos maestros.
Y
aquí está la explicación también del título de mi libro. Hablaré
del valor de educar
en el doble sentido de la palabra «valor»: quiero decir que la
educación es valiosa
y válida, pero también que es un acto de coraje, un paso al frente
de la valentía humana.
Cobardes o recelosos, abstenerse. Lo malo es que todos tenemos miedos
y recelos,
sentimos desánimo e impotencia y por eso la profesión de maestro
—en el más amplio
sentido del noble término, en el más humilde también— es la
tarea más sujeta a quiebras
psicológicas, a depresiones, a desalentada fatiga acompañada por la
sensación de
sufrir abandono en una sociedad exigente pero desorientada. De ahí
nuevamente mi admiración
por vosotras y vosotros, amiga mía. Y mi preocupación por lo que os —nos—
debilita y desconcierta. Las páginas que siguen no pretenden más
que acompañar
a quienes se lanzan valientemente a este mar perplejo de la enseñanza
y también
suscitar en el resto de la ciudadanía el necesario debate que a
todos pueda ayudarnos.
(*) Fernando Savater : El valor de educar.